Hace 13.800 millones de años, todo el espacio y todo el tiempo estaban contenidos en un solo punto; también todas las vidas, las historias, las ideas, los días y las noches que han sido y que serán, lo que conocemos y lo que jamás imaginaremos. A 9.200 millones de años de esa gran explosión que dio origen al universo (conocida como el big bang), el estallido de una supernova hizo colisionar rocas y polvo cósmico para formar nuestro Sol, y luego este, con su fuerza gravitatoria, hizo fusionar más fragmentos siderales que tiempo después se hicieron planetas. A 150 millones de kilómetros, nació uno de ellos, el nuestro: la Tierra[1].
Hace 4.000 millones de años apareció la vida en la Tierra, y mil millones de años después, las primeras células capaces de usar luz solar como fuente de energía[2], que combinaban agua y dióxido de carbono para producir oxígeno. Esta relación microscópica de la vida con el Sol cambió por completo la atmósfera de la Tierra y permitió el surgimiento de todo tipo de formas especializadas en aprovechar dicha relación: desde el fitoplancton hasta los dinosaurios, y, mucho tiempo después, los chimpancés, de los que nos separamos hace ya trece millones de años.
El Sol es principio y fin de nuestros caminos, el hilo del tejido que sostiene la vida, el ímpetu de las aguas que ascienden al cielo, el susurro del viento que nos llega con las voces amadas. El Sol es la ceiba bruja y, al mismo tiempo, el gavilán posado en su rama. Los mayas cuentan que los jaguares de Cizin, dios del Inframundo, acabarán con todo lo existente y devorarán al Sol cuando muera el último de ellos[3]. Así será en un tiempo lejano, en el que entenderemos la era de las energías fósiles como interpretaba Carl Sagan nuestro paso por el mundo: mariposas que vuelan durante un día pensando que lo harán para siempre[4].