Desde 1840 se ha perdido el 32 % de los bosques, el 85 % de los humedales y el 50 % de los arrecifes de coral[45]. El calor que producen nuestras actividades diarias es equivalente al que liberaría la explosión de cuatro bombas atómicas cada segundo[46]. La concentración de dióxido de carbono es la más alta de los últimos quince millones de años[47]. Nuestras acciones están activando dinámicas de no retorno, en ecosistemas que alcanzarán el umbral del colapso arrastrando consigo muchos más. Con la pérdida de hielo en Groenlandia, la radiación del Sol no podrá reflejarse y calentará aún más el mar; selvas y bosques arderán con más frecuencia, los patrones de lluvia cambiarán[48].
La compleja red de relaciones ecológicas que sostiene la vida como la conocemos, resultado de miles de millones de años de evolución, confluye en el Holoceno y su temperatura estable, esos últimos doce mil años en los que nuestros antepasados encontraron las condiciones ideales para habitar y extenderse por la tierra de la abundancia. Sin embargo, este delicado equilibrio se rompe a partir de la Revolución Industrial: en poco más de 200 años la temperatura media ha aumentado 1,2 grados centígrados[49], por un modelo económico dependiente de cantidades insostenibles de energía y materiales.
Sólo veinte compañías extractoras de energías fósiles son responsables del 35 % de las emisiones causantes del calentamiento desde 1965, y sus planes a futuro son los de continuar intensificando su explotación, aunque sepan, por las cifras de las reservas que tenían en 2012, que el 82 % de las de carbón, el 33 % de las de petróleo y el 49 % de las de gas deben dejarse enterradas bajo tierra[50] para no superar los 2 grados centígrados de temperatura media global. Sobrepasar este umbral desataría dinámicas destructivas imposibles de detener.