La Tierra es el sistema complejo que nos provee, a nosotros y al resto de los seres con los que habitamos. Somos ecodependientes e interdependientes, vivimos en un planeta con límites biofísicos, tenemos cuerpos vulnerables. Dependemos de la naturaleza para obtener lo que necesitamos para vivir: agua, alimento, cobijo, energía, minerales… (ecodependencia). Nuestra vida es frágil, desde el nacimiento hasta la vejez depende de otros, del tiempo y la energía que nos dedican, tanto para el cuidado físico como para el emocional (interdependencia)[59], un trabajo asumido casi siempre por las mujeres, y que no hace parte de los balances económicos.
Reconocernos como dependientes de la naturaleza, como seres débiles que necesitan de los otros, nos lleva a buscar la fuerza de las sinergias naturales, de la minga, del convite, del brazo cambiado, de las energías y acueductos comunitarios: caminos de cambio que prevalecen sobre la individualidad. Asumir nuestra vulnerabilidad nos lleva a comprender la esencia interdependiente, la necesidad de colaboración, la importancia de los vínculos que deben llevarnos de vuelta a abrazar lo colectivo y, necesariamente, a una idea de redistribución de lo común, de los recursos limitados, opuesta a la lógica de la acumulación.